Señora blanca, más blanca, que el alma Mía

Fui otra, la que hoy está contigo; Señora blanca, justa, desinteresada; soy una de las muchas que murieron y despertaron para defenderse de ti; mi estrépito llanto estira esperanzas; rezo en vano, y una ave María se aturde en este sueño que te delata.
Aaaahhh… muerte primorosa, no tienes años, te lo robas, siempre irrazonable, blanda desilusión, no me engañas, te distingo espectro, rostro pintado de azul en mis intentos frustrados por encontrarme, deseos que martillean mis entrañas.

Muerte que no existes, descasillada cordura, esparces tus tentáculos sin desasosiego, y nos dejan desesperanza como atuendo de fe; mi tacto distingue tu contorno milenario, y con anhelo morboso te cuestiono: ¿Quién te hizo repelente a la felicidad? ¿Qué pacto con el Sagrado permitió amurallar nuestros pesares con tu sombra? Muerte que no tienes voz, lirio negro, soy
una de tus almas nobles que se pudre remordimiento, que no se resigna a tus salpicaduras.
Tus luces apagadas desde el inicio del tiempo funden la respuesta a tu legado: germen de tristeza; hoy te reclamo; canto que rueda por la cordillera angustia donde levitas; peregrinación de grito, inédito matiz que bordea la eternidad, llaga ferviente que te pide cuentas…

Llega el aroma del alga; a mi lado surgen apariciones que saludan; me recuerdan tu rehén, y cuando avistan mi gesto de rabia, me arrastran a la pared donde habitan mis pecados. Señora blanca, ya no puedes lacerarme, vengo de un tiempo que me persigue, pero desprecio tu morada. Mis palabras me atraviesan grietas; siento la emboscada, cuervos que habitan mis fisuras; me descompongo, y con azoro percibo tu lánguido aliento, luego tu rugido. Una puerta se cierra; me vuelvo rumor, novenario hipócrita donde beben agua santa, dolor de unos cuantos que me volvió fantasma.